“¡Alumnos, formen! ¡Atención!, ¡Distancia!, ¡Firmes!”
Todos
los días en una escuela de Lima, el director o el profesor a cargo
reúne a los estudiantes en el patio y dice estas palabras. Escuchando
una voz ruda y sintiendo el trato militar, los niños y niñas se
alinean. Siguen el ritual marcial con sumisión. Da la impresión, cuando
se observa esta escena, que aquí se concentra la esencia del estilo de
relación maestro-alumno que la institución educativa busca reforzar:
verticalismo que homogeniza a todos por igual, como si se tratara de
soldados obedientes que deben marchar al unísono, sin rostro, y bajo la
batuta incuestionable del que manda.
Cuando ingresan al aula, la dinámica
relacional entre maestro y alumnos empieza a desarrollarse. El profesor
usa tonos severos para enseñar y dirigirse a sus alumnos, emplea el
apellido de forma áspera para llamarlos, creándose de esta forma un
clima emocional de aula tenso, frío y oscuro, donde difícilmente alguien
se puede entusiasmar con el aprendizaje. Se copia de la pizarra, se
responde a las preguntas del maestro con temor o desinterés. Cuando el
maestro se distrae o sale del salón, la hiperactividad de los niños
revienta, los golpes y las burlas hacen su aparición. Hay explosión
desordenada de emociones contenidas y erráticas. De la sumisión pasan a
la agresión y el desborde.
En
ese momento aparece la imagen del “policía escolar” o el “brigadier”.
Estos son niños o niñas del salón que han sido elegidos por el profesor
para desempeñar estos cargos como reconocimiento a su buen rendimiento
académico. Estos tienen a su disposición una vara, símbolo de poder,
con la que se dedican a “disciplinar” a los compañeros revoltosos en
ausencia del profesor. Todo esto con el respaldo de la escuela.
Lo que he contando es una historia real y
lo he visto muchas veces en mi trabajo de campo. Esta es la historia
cotidiana de cientos o miles de colegios en el Perú. Con dinámicas de
este tipo se educan muchos niños y adolescentes de nuestro país. Un país
que supuestamente “superó” la violencia de la época del terrorismo y la
lucha armada, pero que aún se desangra y sufre diariamente de
violencia “legítima” o encaletada, que tiene sobre todo a niños y
mujeres como víctimas.
¿Nos estamos dando cuenta de que las
escuelas, no solo reproducen la violencia de nuestra sociedad, sino que
están reforzando un estilo prepotente de relacionarnos entre iguales?,
¿por qué el Ministerio de Educación no regula y capacita a los
directores de los colegios sobre estos aspectos? Para empezar, se
debería prohibir de forma inmediata esta horrible práctica de premiar al
mejor alumno para ejercer poder y violencia sobre sus compañeros.
Porque al final, y en la práctica, de eso se trata.
Últimamente, se empiezan a plantear
lineamientos educativos para la llamada “educación en ciudadanía”. ¿Será
solamente brindar teoría a los niños sobre conceptos de convivencia, o
se tomará el toro por las astas para crear realmente cambios
encarnados en la realidad cotidiana de las aulas?
Se debe frenar las manifestaciones de
violencia que impregnan los estilos de convivencia en los colegios y
revalorizar el mundo de la afectuosidad, poniendo el acento en el buen
trato, Transformar estilos y formas de relacionarse, pero de verdad.
Como diría Alejandro Cussianovich (2005), las relaciones humanas libres
de violencia y bien tratantes son imprescindibles para el desarrollo de
la condición humana. Y para tener una sociedad sana.
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