Padres e Hijos
Errores de padres en su afán por que sus hijos lean.
¿Por qué a muchos niños no les gusta leer? Quizá toda la culpa no la tengan la televisión y las consolas
Día 30/05/2012 - 16.14h
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«Haced
lo que queráis, porque de todas maneras lo haréis mal», decía Sigmund
Freud a las madres. Quizá fuera demasiado extremo, pero lo cierto es que
con toda la buena voluntad del mundo, a veces los padres se equivocan.
Todos querrían ver a sus hijos devorando libros y disfrutando al leer mientras
aprenden sobre mil y un asuntos, pero en su empeño por fomentar la
lectura, el tiro les sale por la culata. ¿Qué falla?
No «hay que leer». Ya lo decía el escritor francés y profesor de literatura Daniel Pennac
en el ensayo «Como una novela» con el que lleva abriendo la mente a
muchos padres y educadores desde hace 20 años: el verbo leer, como el
amar o el soñar, «no soporta el imperativo». Leer es un derecho, no un
deber. Es inútil obligar a leer y además resulta contraproducente porque
no se transmite una afición por la fuerza.
No se contagia un «virus» que no se tiene.
Si los padres no leen o sus hijos no les ven leer, difícilmente podrán
convencerles de que se lo van a pasar bien leyendo. Las personas a las
que les gusta leer normalmente han tenido algún familiar que les ha
transmitido la pasión por los libros. La falta de tiempo no es excusa
porque cuando algo realmente se quiere, se busca el tiempo, insiste
Pennac.
La lectura, no siempre en soledad.
Leer a un niño «es una práctica fundamental, tal vez la más importante y
eficaz sobre todo con los niños que tienen dificultades para leer y les
cuesta un gran esfuerzo», señala el maestro, licenciado en Historia y
logopeda Pablo Pascual Sorribas. Al escuchar a sus padres, comprenden mejor el mensaje y disfrutan con la historia.
¿...y por qué en silencio? «¡Extraña
desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto
Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿Ya no tenemos derecho a meternos las palabras
en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no
hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué
más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su Bovary hasta reventarse los
tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del
texto pasa por el sonido de las palabras de donde sacan todo su
sentido?», escribía Pennac.
No al constante «¿qué has leído?».
Examinar a los niños de cada capítulo o cada libro convierte un placer
en un examen, con la ansiedad que de ello se deriva. Conversar sobre un
libro que se ha leído fomenta la lectura, siempre que el niño no se
siente como en un banquillo. Es el «derecho a callarse» de todo lector,
porque ¿a quién no le molesta que le pregunten qué ha entendido?
No a los clásicos por obligación. La
escritora Ángeles Caso describía en el artículo «Lectores del siglo
XXI» cómo se enamoró de la literatura: «No recuerdo que me padre me
negase nunca un libro. Ni por bueno ni por malo, ni por demasiado
sencillo ni por demasiado complicado, ni por moral ni por inmoral. En mi
casa leíamos con la misma fruición los «Cuentos del conde Lucanor» y
las historietas de Tintín, el «Poema del Cid» y las trastadas de
Guillermo Brown...». Y añadía: «Si alguna vez le devolví un libro sin
terminarlo, lo recogió con la misma sonrisa con que me lo había
entregado, sin hacerme sentir culpable o tonta por mi desinterés». Los
padres pueden alentar y estimular, pero los lectores tienen derecho a
elegir.
No al «hasta que no lo acabes, no hay televisión».
La televisión se convierte así en un premio y la lectura en un trabajo,
en el peaje necesario hasta la tele, una contradicción. Y puede ser la
tele, o la consola...
Miguel de Cervantes decía: «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». No pongamos zancadillas.
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